Monday, July 18, 2005

El dolor del alcohol

“Sólo estoy vivo cuando me tocas,
sólo estoy vivo cuando me matas.”

Las lágrimas en este momento te vienen valiendo madres, ¿de qué sirven, si lo que quieres no es precisamente acordarte? Bienvenido sea el apendejador alcohol.


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Necesito perderme un poco.

Estás sentado en un alto banco junto a la barra, la madera del borde se clava dolorosamente en tu espalda, pero tu letargo es tal que ni la sientes. El cuello estirado, también indoloro deposita tu cabeza sobre un vaso con aún pocos hielos, alcohol, agua y sudor. A los oídos te llega un violento vibrar de las cuerdas de una guitarra, conocida tonada que te empuja a levantarte. Te incorporas sentado todavía sobre el banquito y te pones a cantar. De tu boca salen palabras con una velocidad no propia de los labios de un ebrio, como si hubieras nacido con ellas en la mente. De pronto, la guitarra deja de sonar, los demonios escapan de tu cuerpo y descansas regresando a tu incómoda posición. Las horas caminan alrededor del reloj de la pared, y tú, sin darte cuenta. Pasan los clientes; entran, salen, regresan más tarde a pagar y tú sigues en tu posición reconfortante.

Sientes algo en tu cabeza, es la idea que pasa. Debiste tener algo de alimento en el estómago antes de borrarlo con alcohol. Sin separar la nuca del succionador vaso, mueves tu brazo derecho hacia el pequeño plato botanero. Pones la mano sobre los ancianos y polvorientos cacahuates que sudan grasa suficiente para limpiar de alcohol tu piel. Entre tus yemas sientes los filosos granos de sal y sabes que los cacahuates te pertenecen. Cierras tus dedos y para no tirar ninguno mueves rápidamente tu mano hacia tu entreabierta boca, tirando en el camino la mitad. Luego al chocar con tus labios, cae la mitad de lo que quedaba; acabas comiendo dos. De nuevo sientes extraño, te acabas de acordar de… algo… no lo recuerdas, te sientes hundido en una profunda laguna… llena de azul, agua azul... junto a una playa donde hay palmeras y cocos con sombrillas pequeñas y rosadas. Recostada en la arena, una hermosa mujerzuela desnuda te llama a que la seduzcas con tus sutiles encantos de beodo mugroso… Te acuerdas del pesar de tu pensamiento, su multiflorida imagen. Recuerdas que bebes para olvidarte de ella y expulsas los ensalivados cacahuates, caen clavándose en la espuma que ha estado escurriendo de tu boca.

Deseas que el alcohol te subyugue, quieres solamente olvidarla. Te incorporas, tomas el pedestal de vidrio que sostenía tu cabeza y bebes lo que queda, pero lo pruebas salado y terregoso. Pides otra y recargas tu cabeza de nuevo en el vaso. Doblado esperas pacientemente, para ti unos cuantos segundos; en realidad, diez minutos. Te incorporas de nuevo y de un trago te dosificas el contenido. Harto de no encontrar la barra, azotas el vaso y regresas a recargar tu cabeza en él. Está frío. Se enfría la piel de tu cabeza y de nuevo llega la imagen: la sonrisa que mucho tiempo escondió de ti, su claro cabello que sentías cuando suave acariciaba tu rostro con el viento. Deseas tenerla de nuevo, tener su delgada figura junto a ti. Piensas en ver sus ojos, pero despiertas ante el café de la madera barnizada, lugar de tu descanso.

Sientes mojada tu mejilla y no es precisamente por el vaho del hielo, te enderezas y ves al cantinero. Sus ojos no te dicen nada, pero en ellos encuentras su recuerdo. Desesperado te levantas y vas al baño. Entras y lo primero que ves es tu rostro en el espejo. La ves detrás de ti y volteas rápidamente como si en realidad fuera a estar ahí dentro.

Bajas las manos y abres la llave, se escucha el sonido del aire regurgitando en la tubería y se escupe a tus manos un instante de agua. Tardas mucho en decidirte y se te escapa entre los dedos. Golpeas fuertemente el grifo y reacciona. Extiendes los dedos, tomas el agua corriente entre tus manos y la arrojas contra tu rostro. El líquido se filtra por tus poros, sientes a tu piel respirar libre de todo ese sudor etílico. Hueles tus manos y percibes un ácido olor a mendigo alcoholizado que seca tu boca.

Tu lengua te pide algo, y tú siguiendo tus impulsivos deseos tomas agua de tus manos, pero no tiene el efecto esperado. Sales apresuradamente del baño pensando en pedir otro vaso de ron. Los goznes de la puerta y una botella dando vueltas en el aire. Pides uno lleno del olvido evocador.

Después de varias copas más sientes cómo la amnesia te está derrotando, tus ojos viajan de un lugar a otro intentando captar algo pero no lo logras. Por el contrario, tu mirada se fija en los ojos del cantinero. Sus ojos, sus bellos ojos cafés. Extrañas el tenerlos cerca de ti y verlos cerrarse con ternura al momento en que tus labios tocan su piel. No la puedes olvidar. Golpeas la mesa y te pones a reír, voz que duele al irse transformando en un llanto despechado.

De nuevo tus ojos a los del mesero, después a los de ella, y mejor al barniz de la barra. Abres tu boca, pero te arrepientes de decir nada y la cierras. Empiezas a llorar de nuevo. Le dices al cantinero que se acerque y le pides otra, antes de que parta le dices que a ti siempre te toca perder, que ahora sea bondadoso y te la ponga doble. Regresa y pone el trago frente a ti. Limpias tus lágrimas con la manga y le dices que estás perdido sin ella, que la necesitas más que al alcohol. En ese momento escuchas su voz, te levantas sin ningún mareo y tu boca comienza a llenarse de salada saliva. Ves a tu mujer y caminas hacia ella, tal y como la recordabas, es hermosa y te sonríe. La saliva se acumula demasiado salada y sientes algo ácido en tu garganta. La ves un instante más. La boca te arde y vomitas.

Despiertas ante el profanado color blanco, tus manos te duelen por apretar con fuerza la pálida piedra. Tus cabellos flotan dentro del agua y en medio de la repugnancia. Hincado sobre lo que habías expulsado antes de llegar, sientes cómo tus pantalones se resbalan sobre el suelo, pero tus dedos están bien aferrados al escusado. Cierras los ojos esperando cambiar de lugar, y la ves de nuevo, pero sabes que sólo es dentro de tu cabeza, abres los ojos pues el alcohol de nuevo se escapa de tu garganta. Esta vez no te contienes y sientes que te puede ir mal.

Sofocas las lágrimas con los tus párpados y la ves de nuevo. “Quiero pasar.” Pero la puerta no se abre pues te golpea la espalda, se agita tu cabeza y el vértigo se escapa de nuevo. Pones tus manos frente al rostro, pero son manchadas por el último ataque y te arden. En tu rostro, el ardor que de nuevo sube por la garganta, cierras la boca, pero escapa por la nariz. Pones tus manos de nuevo sobre la fría piedra, quieres enterrar tus dedos y apagar el dolor; pero no se va, al contrario, crece y corre hacia tu garganta... de nuevo. Esta vez no viene solo. La garganta reclama y tose sangre. Piensas en ella. “Déjame pasar.” La oyes que entra, se acerca a ti y se arrodilla junto a ti. Pone su suave mano en tu espalda, la mueve hacia arriba y te acaricia el hombro. Sientes alivio, pero no dura mucho. Otra vez vomitas sangre y su mano desaparece. “¡Perdóname por lo que he hecho!” Ella nunca llega y te quedas ahí tirado, abrazando a tu dios de porcelana. Muerto.

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