Monday, July 18, 2005

La mujer de acrílico

Hola, no, no me he arrepentido, sino que tenía muchas ganas de poner esta "saga" de cuentos y poemas que escribí en el 99... si ya tiene eones, pero desde hace como seis meses tenía ganas de ponerlo.. sólo que no sabía donde... :) (sobretodo por ese de cállate y quiéreme, que esta de pocamadre, mas que nada por los tips de cómo entrar a mi casa... :D)
Disfrutenlos...

Veneno

No quería llegar a esto pero...


... veces pense que yo podría ser...
Ahora me doy cuenta que no...
Me doy cuenta de mis errores,
Espero que en un error esté yo.


Si acaso te dejara,
Tu me harías matarme;
Para sobrevivirte, debo
Sobrevivir de mí primero.
Alguna vez pense en tu perdón,
Pero sí, te perdono...
Y no hay más opción que los hechos,
Sé que mi carne se pudre en dolor.


Ella ahora, tú ahora, nadie ahora.


Pero debo ser fuerte,
Me dejaste desamparado y perdido, desnudo.
Ahora desnudo... y sin miedo.
Y mi miedo es desnudo.

Llegue a sentirme muerto,
Por probar tu espeso veneno
Que dejé me alimentaras.
Culpa,
Mía la sentí.
No, yo sé que mi nombre
No significa nada para ti.

Lástima, lastima.

Pude haberlo sido pero no quisiste.
Decidiste seguir tu juego
Y yo caí en mi propio juego tuyo;
Lo sé y no caeré de nuevo
Y si lo hago lo harás conmigo.

El dolor del alcohol

“Sólo estoy vivo cuando me tocas,
sólo estoy vivo cuando me matas.”

Las lágrimas en este momento te vienen valiendo madres, ¿de qué sirven, si lo que quieres no es precisamente acordarte? Bienvenido sea el apendejador alcohol.


-
Necesito perderme un poco.

Estás sentado en un alto banco junto a la barra, la madera del borde se clava dolorosamente en tu espalda, pero tu letargo es tal que ni la sientes. El cuello estirado, también indoloro deposita tu cabeza sobre un vaso con aún pocos hielos, alcohol, agua y sudor. A los oídos te llega un violento vibrar de las cuerdas de una guitarra, conocida tonada que te empuja a levantarte. Te incorporas sentado todavía sobre el banquito y te pones a cantar. De tu boca salen palabras con una velocidad no propia de los labios de un ebrio, como si hubieras nacido con ellas en la mente. De pronto, la guitarra deja de sonar, los demonios escapan de tu cuerpo y descansas regresando a tu incómoda posición. Las horas caminan alrededor del reloj de la pared, y tú, sin darte cuenta. Pasan los clientes; entran, salen, regresan más tarde a pagar y tú sigues en tu posición reconfortante.

Sientes algo en tu cabeza, es la idea que pasa. Debiste tener algo de alimento en el estómago antes de borrarlo con alcohol. Sin separar la nuca del succionador vaso, mueves tu brazo derecho hacia el pequeño plato botanero. Pones la mano sobre los ancianos y polvorientos cacahuates que sudan grasa suficiente para limpiar de alcohol tu piel. Entre tus yemas sientes los filosos granos de sal y sabes que los cacahuates te pertenecen. Cierras tus dedos y para no tirar ninguno mueves rápidamente tu mano hacia tu entreabierta boca, tirando en el camino la mitad. Luego al chocar con tus labios, cae la mitad de lo que quedaba; acabas comiendo dos. De nuevo sientes extraño, te acabas de acordar de… algo… no lo recuerdas, te sientes hundido en una profunda laguna… llena de azul, agua azul... junto a una playa donde hay palmeras y cocos con sombrillas pequeñas y rosadas. Recostada en la arena, una hermosa mujerzuela desnuda te llama a que la seduzcas con tus sutiles encantos de beodo mugroso… Te acuerdas del pesar de tu pensamiento, su multiflorida imagen. Recuerdas que bebes para olvidarte de ella y expulsas los ensalivados cacahuates, caen clavándose en la espuma que ha estado escurriendo de tu boca.

Deseas que el alcohol te subyugue, quieres solamente olvidarla. Te incorporas, tomas el pedestal de vidrio que sostenía tu cabeza y bebes lo que queda, pero lo pruebas salado y terregoso. Pides otra y recargas tu cabeza de nuevo en el vaso. Doblado esperas pacientemente, para ti unos cuantos segundos; en realidad, diez minutos. Te incorporas de nuevo y de un trago te dosificas el contenido. Harto de no encontrar la barra, azotas el vaso y regresas a recargar tu cabeza en él. Está frío. Se enfría la piel de tu cabeza y de nuevo llega la imagen: la sonrisa que mucho tiempo escondió de ti, su claro cabello que sentías cuando suave acariciaba tu rostro con el viento. Deseas tenerla de nuevo, tener su delgada figura junto a ti. Piensas en ver sus ojos, pero despiertas ante el café de la madera barnizada, lugar de tu descanso.

Sientes mojada tu mejilla y no es precisamente por el vaho del hielo, te enderezas y ves al cantinero. Sus ojos no te dicen nada, pero en ellos encuentras su recuerdo. Desesperado te levantas y vas al baño. Entras y lo primero que ves es tu rostro en el espejo. La ves detrás de ti y volteas rápidamente como si en realidad fuera a estar ahí dentro.

Bajas las manos y abres la llave, se escucha el sonido del aire regurgitando en la tubería y se escupe a tus manos un instante de agua. Tardas mucho en decidirte y se te escapa entre los dedos. Golpeas fuertemente el grifo y reacciona. Extiendes los dedos, tomas el agua corriente entre tus manos y la arrojas contra tu rostro. El líquido se filtra por tus poros, sientes a tu piel respirar libre de todo ese sudor etílico. Hueles tus manos y percibes un ácido olor a mendigo alcoholizado que seca tu boca.

Tu lengua te pide algo, y tú siguiendo tus impulsivos deseos tomas agua de tus manos, pero no tiene el efecto esperado. Sales apresuradamente del baño pensando en pedir otro vaso de ron. Los goznes de la puerta y una botella dando vueltas en el aire. Pides uno lleno del olvido evocador.

Después de varias copas más sientes cómo la amnesia te está derrotando, tus ojos viajan de un lugar a otro intentando captar algo pero no lo logras. Por el contrario, tu mirada se fija en los ojos del cantinero. Sus ojos, sus bellos ojos cafés. Extrañas el tenerlos cerca de ti y verlos cerrarse con ternura al momento en que tus labios tocan su piel. No la puedes olvidar. Golpeas la mesa y te pones a reír, voz que duele al irse transformando en un llanto despechado.

De nuevo tus ojos a los del mesero, después a los de ella, y mejor al barniz de la barra. Abres tu boca, pero te arrepientes de decir nada y la cierras. Empiezas a llorar de nuevo. Le dices al cantinero que se acerque y le pides otra, antes de que parta le dices que a ti siempre te toca perder, que ahora sea bondadoso y te la ponga doble. Regresa y pone el trago frente a ti. Limpias tus lágrimas con la manga y le dices que estás perdido sin ella, que la necesitas más que al alcohol. En ese momento escuchas su voz, te levantas sin ningún mareo y tu boca comienza a llenarse de salada saliva. Ves a tu mujer y caminas hacia ella, tal y como la recordabas, es hermosa y te sonríe. La saliva se acumula demasiado salada y sientes algo ácido en tu garganta. La ves un instante más. La boca te arde y vomitas.

Despiertas ante el profanado color blanco, tus manos te duelen por apretar con fuerza la pálida piedra. Tus cabellos flotan dentro del agua y en medio de la repugnancia. Hincado sobre lo que habías expulsado antes de llegar, sientes cómo tus pantalones se resbalan sobre el suelo, pero tus dedos están bien aferrados al escusado. Cierras los ojos esperando cambiar de lugar, y la ves de nuevo, pero sabes que sólo es dentro de tu cabeza, abres los ojos pues el alcohol de nuevo se escapa de tu garganta. Esta vez no te contienes y sientes que te puede ir mal.

Sofocas las lágrimas con los tus párpados y la ves de nuevo. “Quiero pasar.” Pero la puerta no se abre pues te golpea la espalda, se agita tu cabeza y el vértigo se escapa de nuevo. Pones tus manos frente al rostro, pero son manchadas por el último ataque y te arden. En tu rostro, el ardor que de nuevo sube por la garganta, cierras la boca, pero escapa por la nariz. Pones tus manos de nuevo sobre la fría piedra, quieres enterrar tus dedos y apagar el dolor; pero no se va, al contrario, crece y corre hacia tu garganta... de nuevo. Esta vez no viene solo. La garganta reclama y tose sangre. Piensas en ella. “Déjame pasar.” La oyes que entra, se acerca a ti y se arrodilla junto a ti. Pone su suave mano en tu espalda, la mueve hacia arriba y te acaricia el hombro. Sientes alivio, pero no dura mucho. Otra vez vomitas sangre y su mano desaparece. “¡Perdóname por lo que he hecho!” Ella nunca llega y te quedas ahí tirado, abrazando a tu dios de porcelana. Muerto.

Cállate y quiéreme

Sola en tu casa, dentro de la ducha enjuagas tu cuerpo limpiándolo de lo que ha pasado. Quisieras olvidarte de mí, pero el paso de tus manos lavando tu cuerpo te recuerdan a las mías acariciándote. Cierras tus ojos apretando fuertemente los párpados, llevas las manos a tu cabeza y gritas de desesperación, pero nadie te oye. Caes pesadamente sobre tus rodillas y apoyas las palmas en el piso mojado, ahora sientes que las destructivas gotas te castigan mientras de acuerdas de mí.

Acostada sobre tu lado izquierdo en tu pequeño sillón, estás viendo la televisión con el mute puesto. No te interesa escuchar los estúpidos diálogos, sólo quieres ver a los tipos semidesnudos en la playa. Tu madre te llama a comer, te levantas con pereza y caminas hacia la cocina. Otra vez carne con salsa de champiñones. Con desgano y haciendo muecas, te comes el platillo y te vas de nuevo a ver televisión.

Después de un rato acabas por hartarte y te levantas del sofá, caminas hacia el comedor y después hacia la puerta, piensas en salir pero te da flojera y mejor subes a tu cuarto de paredes azules; las ves y sonríes, te acuerdas. Te recuestas en tu cama y tomas a tu muñeco color naranja para quedarte profundamente dormida.

Es de noche y despiertas desesperada, ansiosa por ver que ha pasado, tuviste un sueño muy extraño. Tienes deseos de asegurarte de que no pase nada… sales de tu cuarto y ves que todos están dormidos, escuchas ruidos abajo y desciendes las escaleras lentamente. Alcanzas a escuchar que alguien mete la llave a la puerta y corres a tu cuarto. Entre abres tu puerta y escuchas toser a tu hermano. Sube al cuarto de visitas que le toca y se encierra dentro. Das un respiro de alivio, pues sólo era tu hermano. Tranquilizada ya cierras tu puerta también y piensas en la paz que te produce el saber que tu hermano… no era el del sueño. Te vuelves a acostar en tu cama, ves la luz de la luna y sientes que te llama. Sales por tu ventana al pequeño balconcito, y ahí afuera, debajo de las estrellas te dice la luna “Me ha pedido que te cuide” y te metes de nuevo. Piensas.

Bajas las escaleras y caminas otra vez hacia la puerta de tu casa, pateas algo y escuchas un ruido metálico debajo de tu pie. Son las llaves del automóvil, tu hermano las dejo tiradas. Te agachas, las tomas, te sientas en el suelo y juegas con ellas mientras piensas en quién más podría ser. Recuerdas y deprisa te levantas para salir en su búsqueda. Cierras la puerta con mucho cuidado de no hacer ruido y bajas las escaleras ayudada por la luz azul de la luna. Abres la reja sigilosamente y sacas el auto de la cochera. Ya después de cerrarla te encaminas a tu destino, al mismo tiempo que piensas en que si se dan cuenta tus padres será peor que el problema de la flor, por eso vas a cerciorarte de que todo acabe.

Mientras bajas por la colina piensas en qué hacer y cómo llegar. Son las doce y la luna te observa; las carreteras están vacías, pero aún así estás nerviosa. Finalmente llegas al empedrado, no fue larga travesía pero la tensión la hizo pesada. Bajas del auto gris buscando en tu mente el recuerdo de todos los detalles que alguna vez te mencionó; estás en lo correcto y te diriges a la casa del fondo.

En este momento la tensión de tu cuerpo se ha ido y al estar caminando hacia su casa te sientes despreocupada por lo que pueda pasar. ¿Qué más da?

Llegas a la puerta de entrada y buscas la maceta grande donde te dijo que estaba la llave, al hallar la vasija mueves tu mano con cuidado debajo del nopal de ornato que está sembrado para encontrarla; una vez que la tienes entre los dedos, silenciosamente la introduces en la cerradura, diente por diente entra sin hacer un solo ruido. Le das vuelta y separas la puerta antes de que truene el pestillo. Sin soltar la llave empujas la puerta y mueves el pestillo con la llave para que no golpeé. Igual, diente por diente la sacas y cierras la puerta sin producir sonido alguno. Caminas sobre la loseta fría con tus pies blancos descalzos hacia lo que crees que pueda ser la cocina. Antes de llegar ves sobre la mesa un pie de queso dentro de un platón, “soy golosa ¿y qué?” Tomas una rebanada y la comes con suma tranquilidad, saciando así tu necesidad de dulce. “Aprovechando, digo...” Piensas en reírte pero sofocas el aire antes de que alguien te escuche. Caminas hacia el pasillo y te detienes frente a las escaleras. Recuerdas por fin y subes despacio, cuidando de no pisar las partes que crujen. Terminando llegas al pasillo y das un vistazo para dar con el cuarto.

Tus ojos se posan de tu lado derecho y encuentras la señal “mi cuarto no tiene puerta.” “Qué gracioso, me diste todos los pasos para llegar a ti, y ahora mírate, ahí dormido...” Pasas debajo del marco de la puerta ausente y te percatas de la obscuridad que inunda el cuarto. Das un paso dentro y sientes cómo tu cabeza punza por la irrigación excesiva de sangre a tu cerebro. Ves a quien buscabas acostado debajo de las cobijas, solitario e inocente, con el rostro hacia el techo de blanco tirol. Llegas al borde de la cama y te pones a pensar si en realidad quieres eso para él, pero dejas ese pensamiento por otro lado y mejor piensas cuál va a ser la primer parte que ataques con el acaramelado cuchillo que tomaste del pie. Tomas el cuchillo entre tus dos manos, las cierras en un puño que aprieta con saña el mango del cuchillo y lo levantas por encima de tu cabeza, tú en tu rito nocturno. Te das cuenta de que tus manos aprietan tanto el cuchillo que éste tiembla a tal ritmo que tus ojos desean saltar de tu enfurecido rostro. De pronto se enciende una de las velas que están encima del mueble, abro los ojos y me encuentro con tus ojos clavados en mí. Abro mis labios para gritar por auxilio, pero tú mueves la mano izquierda hacia mi boca diciéndome “Cállate y quiéreme” Ya mudo me clavas el cuchillo ferozmente directamente sobre el esternón, con un solo crujido de papel se rompe y le abre el paso directo a mi corazón. Las gotas de sangre brotan hacia tu cara y tu mano izquierda aprieta mis mejillas hasta clavarme las uñas. Mis ojos desorbitados te gritan que ceses con el castigo, pues me es imposible moverme del dolor. Mi cuerpo se convulsiona mientras veo tu sombra agitarse continuamente sobre el techo y la pared. El movimiento te incita a seguir apuñalando mi cuerpo, de la fuerza rompes varias costillas y destrozas mi vientre hasta ver mis vísceras saltar en sangre. Sigues acuchillando mi cuerpo y ya cansada, sientes que éste es el último ataque. Débilmente lanzas la última cuchillada que se resbala por todo el esternón y va a parar al cuello. Te duelen tus brazos, dejas el cuchillo clavado y los bajas; volteas a tu derecha, encuentras la vela y de un soplido dejas la habitación de nuevo a obscuras.

Tus manos y rodillas están sobre el azulejo mojado, el agua te quema flagelándote y no lo soportas, no sabes qué pensar de lo que has hecho, no sabes cómo olvidarte de lo que has hecho. No estoy furioso, pero morir duele, créeme. Sientes una avasalladora debilidad que recorre tus músculos, tu cuerpo se vence cayendo sobre tu costado izquierdo, no quisieras aceptarlo, pero tus costillas sienten el tibio frío del suelo mientras rebotan las hirvientes gotas de la pasión que se acabó. Entre calambres y dolorosos espasmos recoges tus piernas y con temor las rodeas con tus brazos buscando seguridad. No sabes si llorar o reír. Te quiero y lo sabes, no había necesidad de tan violento silencio. Levantas la vista y entre el vapor y el empañado acrílico distingues mi silueta. Recargo mis sangrientas palmas sobre tu translúcida barrera. Me ves muerto. Llevas tus manos a tapar tus orejas y gritas de desesperación; mientras yo te veo llorar desnuda, y mi miedo es desnudo. Ahora por la coladera no sólo se derrama el agua, también tú.

Me lastima tu sinceridad

Radiante, sonriente y delante de tu espejo. Esta noche será tuya, te sabes hermosa y hoy nadie te opacará. Aplicas tu lápiz labial pensando en cómo se verá su boca después de besarlo. Abres los ojos y encuentras mi reflejo detrás de ti. Parpadeas para saber si es cierto; sí, soy yo. Intentas voltear, pero llegan mis manos sobre tus desnudos hombros a evitarlo, también culpables en su descenso de que caigan tus brazos. Tomo tus manos a pleno movimiento hacia tu abdomen, sé que quieres lo que sientes cuando mis brazos te rodean. Con los ojos cerrados respiras de mi aliento que te viene detrás de la oreja, tocas con tu cuello mis labios y comienzo a caminar sobre ti. Despojas la toalla de tu agitado pecho mientras lo recorres con tus manos. Mis dedos van por tu abdomen y cintura hasta llegar a las caderas, pero las tomas pues quieres que yo también te sienta latir cuando beso tu garganta. Te mantienes atrapada a mis manos y encerrada en tus párpados, experimentando esa tensión pasional, “ya te extrañaba”; rigor que te recorre para cederme tu todo: tu abdomen, vientre, pubis. Por dentro sientes y sudas relajando tus caderas y rodillas. Llega ese instante de luz que coreas con llanto y luego despiertas. Tu rostro solitario en el espejo, te das vuelta y me buscas. Sabes que no estoy y escondes tus ojos tristes.

Abres los ojos y ves tu rostro solo, marchito con lágrimas teñidas que recorren tus mejillas. Cierras los ojos y piensas en lo que has hecho, en lo que has perdido, en lo que ahora yace muerto.